Recordé sus palabras: tú solo eres un wey, al otro quisiera matarlo, pero tú, tú solo eres un wey. No supe que contestarle y solo acerté a decir: tienes razón he sido un pendejo.
Esa tarde mis ojos se nublaron. El sol posó sus largos brazos calientes sobre mi piel blanca y las palabras se agazaparon lentamente dentro de mí.
Ahora solo recuerdo la luz dominical delante de mis ojos y detrás de ella un eco interminable reproduce una voz omnipresente: ...tú solo eres un wey.
(Y eso hizo toda la diferencia) .
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